Lejos de lo que se piensa, la historia de la medicina que conocemos en occidente –y que ahora es hegemónica en el planeta– es añeja. Proviene de las raíces bifurcadas de un conflicto entre dos escuelas de pensamiento que se enfrentan, adoptando diferentes modalidades, en todas las ramas del conocimiento humano. En su caso, dichas corrientes fueron llamadas la escuela empiricista y la racionalista.

Los empiricistas se basaban en ideas que adoptaron el mote de “neoplatónicas”, aunque los filósofos de esa vertiente no reflejaban precisamente al platonismo formal. Entre sus primeros y mas destacados exponentes estuvieron Paracelso, y las ideas filosóficas de pensadores como Meister Eckhardt. Por otro lado, la escuela racionalista se inclinaba por el discurso aristotélico y se fundamentaba en trabajos de practicantes como Galeno. La diferencia fundamental entre ambas, entonces, se extendía de los discursos filosóficos enfrentados a las prácticas derivadas de ellos.

Para los empiricistas, la visión rígida de un mundo de objetos en relaciones lineales de causa-efecto delataba una superficialidad que tenía efectos indeseables si se consideraba al cuerpo humano como un objeto más, una maquinaria separada de su entorno y desprovisa de conciencia propia. Para los racionalistas, en cambio, el mundo, sus objetos y el cuerpo eran justamente eso: mecanismos insulares e inconscientes cuya única conexión con los otros mecanismos se daba bajo la forma de imnpactos físicos.

Fieles a sus ideas, los racionalistas desarrollaron una extensa serie de teoriás y prácicas en cuyo centro estaba la visión de la enfermedad como el ataque de un mecanismo externo cualquiera emprendido contra el mecanismo del cuerpo. Asi, cualquier enfermedad debía ser abordada administrando medicina que fuera lo opuesto al agente agresor. Se involucraron en toda suerte de contorsiones teóricas para ajustar el mundo a sus ideas a través de la geometría, las matemáticas, y todas las ramas del pensamiento concreto que se les ocurrió usar para lograr ese fin. Llevados por la preconcepción de la lucha de opuestos, establecieron que cualquier enfermedad debía ajustarse a un conjunto racional y discreto de síntomas. Una vez establecido, la cura surgiría con toda facilidad bajo la forma de un agente opuesto, cuya agresividad era proporcional a la del agente externo original.

Los empiricistas, desde luego, sostenían lo contrario. Para ellos, el cuerpo estaba integrado con su entorno, tanto en su exterior como en el interior. De ello se deducía que la enfermedad no era un evento o un ataque aislado, sino un proceso en la relación del cuerpo con su mundo –pues la conciencia estaba presente en los dos ámbitos–. Se dedicaron entonces a observar las enfermedades justamente como procesos que implicaban un propósito. La enfermedad era un proceso de “cocción” en el organismo, parte de la interacción consciente de éste con su mundo. Como tal, su propósito era evolutivo, y no necesariamente destructivo. Los procesos debían acompañarse sin interrumpirse, manteniendo el máximo equilibrio y homeostasis posibles durante ellos. La medicina empiricista no estaba basada en los diagnósticos, sino en la prognosis; es decir, la observación del proceso en cuestión para identificar sus etapas y acompañarlas con la infusión de agentes similares a los que originaban el mismo.

A principios del siglo XX, la escuela racionalista emergió victoriosa, apoyada por los intereses económicos y políticos de la época. A partir de ese momento, los conceptos del reduccionismo mecanicista en la enfermedad y la salud se asentaron en todas las escuelas, como si nunca hubiera existido otra visión de los mismos. La forma en que esos intereses aplastaron cualquier idea que no se alineaba con el racionalismo fue violenta, despiadada, extensa y relampagueante.

Para las mujeres y hombres de conocimiento, la escuela empiricista se acercaba más a lo que realmente significan la salud y la enfermedad. Sin jusgar ni negar los logros limitados del pensamiento racionalista, saben a ciencia cierta que el cuerpo no es un objeto mecánico reducible, sino un campo de conciencia vinculado estrechamente a todos los campos que le rodean.

La salud, para los videntes, no es la ausencia de un cuadro de síntomas. No es algo estático, sino un vector dinámico definido por la cualidad vibratoria de la conciencia del cuerpo. En síntesis, el conjunto de frecuencias vibratorias del intento contenido en la estructura energética del cuerpo está conectado con el conjunto mayor del intento fuera del mismo. El intento es la fuerza vibratoria que anima todos las fibras energéticas que componen al universo. Si las frecuencias interiores en conjunto al interior del cuerpo están en armonía con las del exterior, hablamos de salud. La enfermedad, entonces, es un estado transitorio de desarmonía entre el cuerpo y su mundo. Durante una enfermedad, las frecuencias vibratorias interna y externa son diferentes.

Como los empiricistas, las mujeres y hombres de conocimiento afirman que la enfermedad tiene un propósito. Sin embargo, ellos saben que dicho propósito es la obtención de una nueva vista del mundo: un ángulo perceptual renovado desde el cual percibamos otros aspectos del universo que nos rodea. Un cuerpo se enferma cuando su perecpción se anquilosa, se mantiene fija en un sólo punto de referencia durante demasiado tiempo. La salud es encontrar un nuevo punto perceptual para percibir al mundo. Una vez que se encuentra, la enfermedad deja de ser necesaria. Los síntomas desaparecen, y la homeostasis se reactiva.

Dado que para los videntes la salud no es la ausencia de lo que llamamos “enfermedad”, son capaces de un logro que al hombre ordinario le parecería imposible. Siempre están sanos, aún si experimentan cualquier conjunto de síntomas o cuadros relacionados con la taxonomía de una enfermedad. Esto es porque la salud es, en realidad, un estado de conciencia. Es una faceta del propósito inflexible de las guerreras y los guerreros: la libertad.